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REPORTAJES

A CIEGAS 

Raquel Nuñez cuenta su experiencia tras pasar un día enfrentándose a la ciudad como invidente, una de las discapacidades más frecuentes en nuestro país

Agobiada, asustadiza, a oscuras, a ciegas.

De estos cuatro modos a la vez pasé un día entero. Joaquín me cubrió los ojos con una venda roja que me hizo ver negro. El objetivo es comprobar cómo siento mi cuerpo con una discapacidad. Cómo es vivir tocando todo y guiándome por el oído.
Asumí el día poniéndome mini-retos. El primero era ir desde la universidad hasta la estación de renfe, fue salir del edificio con la venda sobre mis ojos y me agarré cual garrapata al brazo de mi compañero. Una chica me grita al oído ¡será estúpida! Reaccioné como un animalillo agarrándome más fuerte al brazo que iba sujeta. Continuemos: cruzar el paso de zebra ¿cómo sabes si viene un coche si no ves? Te das cuenta de que no eres independiente, necesitas de otro para saber moverte, al menos yo; hay que decir que no tenía bastón, quizás así se puede ser más independiente.
Siguiente reto: estar sola en medio del aparcamiento de Renfe y llegar hasta la estación, ahora sí, sola. El oído se agudiza y de repente se oye, con perfecta nitidez, la llegada del tren, giro en diagonal hacia el sonido, sigo recta, recta, un paso más y contra un retrovisor. Retrocedo y continúo recta hacia el sonido. Me encuentro en un bordillo, entre tres coches y mis compañeros me alerta “¡cuidado!” ¿Cuidado de qué? Voy despacio y con tal cuidado que cualquiera podría pensar “Si pisa más fuerte o va más rápido se parte el mundo por la mitad”. Me rindo, pido ayuda, estoy cansada de doblarme los dedos de las manos contra los cristales de los coches aparcados, parezco un zombie con los brazos estirados hacia delante y creo que no puedo pensar bien, llevo muy apretada esta venda.

Ya estamos sentados esperando el tren. Me agarro a la mochila, otro reto empieza, tengo que subir al tren, sé que hay un escalón pero no sé dónde. “Escalón” me dicen, subo el pie y para arriba. Me siento y espero viendo nada. No hay nada con que distraer la vista, mi mente comienza a pensar “Nacer ciego o perder la vista, ¿qué será más duro?”. Creo que volverte ciego, o quizás no. Perder la vista o no volver a ver nada, no ver una sonrisa, la luz, tu película favorita. Ser ciego de nacimiento, no conocer la intensidad de los colores, el rostro exacto de los que te rodean o el  movimiento de una hoja al caer. Si pierdes la vista, lo recuerdas, te lo imaginas. El dolor de saber que no vas a volver a disfrutar mirar a los ojos, no sé si podría soportarlo. Ahora también quiero recapacitarlo desde un punto de vista que me interesa más. La adaptabilidad de tu cuerpo ante esta situación. Al nacer ciego tu cuerpo se integra y se forma bajo esta situación, tu mente también, claro. Sabes qué pasa y qué debes hacer porque te has “entrenado”, has crecido y has aprendido con la oscuridad rodeándote. Del otro modo no has recorrido el camino a oscuras, no has aprendido qué hacer o dejar de hacer. De repente tienes que aprender a no guiarte por tus ojos y aprender a andar a través del oído.
Hemos llegado a Sol, oigo. Marina me coge la mano, bajamos de nuevo ese dichoso escalón y una, dos, tres y cinco veces me choco con sus correspondientes cinco personas. Oigo muchos ruidos: tacones, pitidos, pasos, voces, escaleras. Estoy aturdida, empachada de tanto jaleo. El siguiente reto es subir las escaleras mecánicas. No fue muy difícil. Voy caminando por un suelo metálico, el sonido de los tacones de esa mujer con falda alta, americana y moño (así me la imagino) es atroz para mis oídos, de nuevo reacciono agarrándome al brazo que me lleva. Marina se ríe, lógico, me he asustado de una mujer con moño.

Noto el sol en los mofletes, ya caminamos por la plaza de Sol. Hay ruido, si, pero diferente. Conversaciones, risas, coches, bicis pero oigo con más claridad el agua de una fuente y el viento. El sonido del agua me relaja entre todo el barullo que cera la gente al andar y conversar. Deciden que nos sentemos en la fuente. Mi cabeza se llena de agua, de vez en cuando me evade una risa más alta o un grito, pero el agua despeja mi mente de todo el ajetreo, es pacificador. En pleno centro de Madrid, he pasado muchísimas veces y jamás me había parado a escuchar el agua de esta fuente caer. Quizás será porque nos guiamos, casi en exclusiva, por la vista y dejamos en un segundo plano los sentidos restantes, únicamente para alarmarte con una sirena, oler aquello que te abre el apetito, pero la vista domina sobre toda nuestra orientación.
Se me ha caído la venda, sólo un poco, pero he hecho trampas y he aprovechado para ver dónde estaba. Es una tontería, pero llevaré unas horas a oscuras y no he podido abrir los ojos porque la luz me hacía daño, no podía enfocar y cuando lo he conseguido me he desorientado aún más. Pensaba que estaba en una fuente y estaba en la otra punta de Sol.
De vuelta al  negro, comenzamos el último tramo cómo ciega. Vamos a subir hasta Callao, me dicen que no vamos a subir por Preciados porque hay mucha gente. Estoy de acuerdo y lo prefiero, no quiero chocarme con más gente y oír demasiado ruido. La verdad, me siento más segura, un paso, otro y otro e incluso ando sin agarrarme. Viene un coche, me aparto, pero me dicen que está lejos. Oigo música, risa y se acabó la experiencia. Antes de quitarme la venda me preguntan ¿Raquel cómo te sientes?

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